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E L L A

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Si en ese momento hubiese aparecido alguien de la nada para preguntarle si era feliz, probablemente hubiese contestado que sí. O que casi. Que lo era un poco. Estar frente a esos ventanales enormes de los aeropuertos, con toda esa selva de aviones comerciales a escasos metros de su persona simbolizaba una etapa cerrada. En un aeropuerto nadie sabe quién eres, ni de dónde vienes, ni a dónde vas. No saben si viajas por trabajo o por placer, ni si la maleta que llevas es la que es o si llevas tres más facturadas. Podrías estar huyendo de la ley y que la azafata aún así te atienda con una sonrisa, ajena a que puedes volarle los sesos a la que se dé la vuelta.
Estar ahí, de pie, sola; simplemente se sentía llena y tenía las ganas de comerse todo el mundo que no se había podido comer durante el casi cuarto de siglo que llevaba viva. Y su avión todavía tardaría en salir, lo que le daba aún más tiempo para darle vueltas al coco para llegar a Colonia con la mente en blanco y empezar con el mejor pie posible. Aún más tiempo para pensar en ella. Y para recordar a Alejo. Un año en dos semanas, y aún así al nombrarlo en su cabeza, seguía cometiendo el error de culparse a sí misma por no haber sido capaz de retenerlo para algo más que un polvo y dos piropos desfasados a deshora. Decidió entonces dirigirse a la papelería para comprar una revista que le quitase el dolor que notó de pronto en el lado izquierdo de su caja torácica, antes de emprender el viaje a su nueva vida.

Tres horas, dos maletones y una Coca-Cola después, se encontraba finalmente en la salida del aeropuerto de Colonia. Y, cómo no, tuvo que recordar las palabras de su madre mientras sacaba la sudadera de Jorge del bolso. Iba a ser un invierno duro si a principios de septiembre ya empezaba así. Decidió sentarse junto a la puerta de la calle a fumarse un pitillo, recordando el trayecto que parecía tan fácil en tierras ibéricas y que la llevaba a su nuevo hogar, un habitáculo de unos ocho metros cuadrados con cocina y baño compartidos. Decidió decantarse por coger el metro, le parecía más fiable que meterse en un tren el primer día y salir en Polonia sin tener ni idea. Iba a ser una odisea, pero era fácil llegar. Le quedaba un mes para llegar al primer día de clase, tampoco sería tan grave perderse treinta días por Europa, pero estaba cansada, así que se sentó en uno de los asientos de plástico rojo que encontró libres y, rodeada de sus cosas en forma de maleta, le esperaban catorce paradas para llegar a mi destino.

 

É L

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“Mamá, de verdad, todo está bien. No, no necesito más dinero. Sí, mañana voy a ver qué me dicen, pero vamos, que no creo que sea gran cosa. Vale, hablamos por la mañana. Que sii… Un beso mamá. Yo también.” Sólo llevaba unas horas y ya estaba agobiado. No sólo por su pesada madre, que había intentado comunicarse con él cada sesenta minutos, sino porque se dio cuenta de que no había estado muy bien eso de mentir en cuanto al dominio del alemán. No tenía  ni nociones básicas (la aplicación de 0,99€ de su iPhone era un timo) y no tenía ni un compañero español en toda la planta. Sin embargo, Marcos se sentía aliviado, muy en el fondo de su corazón alguien había quitado un tapón y dejado salir veinte litros de sangre que no iba a necesitar los próximos nueve meses. Le había costado elegir un destino con una sola plaza, pero lo había conseguido, aunque hubiese preferido Sudáfrica o Buenos Aires, incluso Medellín; pero nada, Pandora había montado una estrategia casi militar para tenerlo rodeado allá donde fuera. Menos en Colonia. Alemania le quedaba lejos de cualquier espía o amiga que le pudiese recordar la existencia de su celosa y controladora exnovia. Joder, Panda. Llevaba una hora sin hacer nada y ya le había vuelto a la mente. Marcos había decidido abandonar su Madrid querido, tras un cuarto de siglo vivido, para empezar de cero. Atrás quedaría el bueno del grupo. Así pensaba para sus adentros mientras decidía que las cinco de la tarde de un sábado no era hora para deshacer maletas, sino de salir a la calle a fichar a sus nuevas víctimas y dar con algún grupo de Erasmus que lo reconociese de forma natural como el líder que siempre había sido.

Siempre había sido guapo, aunque no creído; las chicas siempre le miraban por la calle, por lo que el único esfuerzo que tenía que hacer para ser físicamente perfecto era vestirse como tal. Pero nada, vivía encorsetado en sus chinos y camisas, impuestos por las reglas de su casa; y tímidamente tenía algún par de Vans entre los náuticos, que sacaba los fines de semana, cuando su madre desde la Sierra no podía regañarle. Sin embargo, optó nuevamente por los náuticos, y se cambió la camisa a una azul cielo, que remangó descuidadamente en los puños. Tras echarse unas gotas de Boss Bottled decidió abandonar su habitación de forma lenta, por si alguna rusa se hubiese dejado caer por la habitación de enfrente.
Comenzó a andar a través de la moqueta verde, sin saber realmente a dónde se estaba dirigiendo. Giró el pasillo para intentar encontrar el ascensor, cosa que parecía una odisea entre tantas puertas. Recordó la película Cube, y empezó a imaginarse a sí mismo dando vueltas en bucle, atrapado en otra dimensión hasta el final de su Erasmus y el fin de los tiem…

Y la vio. Junto a una puerta, parada mirando su móvil y cargada de bolsas, maletas y bolsos. Una chica de tez bronceada por el sol, de piernas largas y morena. Muy delgada y distraída; sin sonreír y con las llaves de su habitación en la mano. Parecía concentrada, pues no dejaba de teclear y su cara seguía sin mostrar expresión alguna, no parecía haberse cerciorado de que había dejado de estar sola en aquel pasillo, que un madrileño con oscuras intenciones la estaba observando.
Casi como con por acto reflejo, Marcos se dio la vuelta y continuó caminando desde donde venía, sin entender muy bien por qué. Algo en su estómago se había movido un poco, y decidió seguir por ese laberinto verde de moquetas en busca de la salida que daba a pleno centro de Colonia.

 

E L L A

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Casi una hora de metro era lo que habían tardado ella y sus maletas en llegar a la residencia. El barrio era genial, se encontraba en pleno centro y eso era justo lo que quería. El edificio no era gran cosa, parecía una casa normal, pero seguro que no tendría que preocuparse por la calefacción. Una mujer de avanzada edad con el pelo marcado por el paso de los años la recibió con una amplia sonrisa, mientras se giraba para buscar lo que seguramente sería la llave que la llevaría a su habitación. “Me va a tocar subir todo esto a mí sola”, pensó para sus adentros al comprobar que no había ningún botones o chico de los recados alrededor. Todo estaba muy en silencio para ser un sábado por la tarde, era lo último que se imaginaba al llegar a la residencia. Tampoco esperaba botellones en las salas comunes, pero sí ruido formado por grandes grupos formando asambleas y conociéndose con ayuda de brebajes etílicos varios. Hasta cerveza o vino habrían bastado. “Habitación 237, todo recto encontrarás el ascensor. El wifi está apuntado en cada pasillo.” Y ya. Ya tenía habitación, y unos seis bultos que debía subir dos pisos. Lo primero que hizo, sin embargo, fue conectarse a la red inalámbrica, quería avisar de que había llegado a Alejo. No sabía por qué, pero era su prioridad, y la esperanza de que apareciese en pocos días era algo que todavía tenía presente y en su ilusión casi naíf la mantenía alegre. “Acabo de llegar. Un palo de viaje, pero supongo que dejaré las cosas y me iré a dar una vuelta a ver qué hay. Te echo de menos ya. Xx.” Tras esas para ella escasas palabras que él estaría recibiendo a su iPhone medio segundo después, comenzó su peregrinaje al ascensor para llegar al cuarto, cerciorándose de que, o todo el mundo dormía la mona de la juerga de anoche, que todavía no había llegado nadie o que simplemente eran unos muermos y leían a Ken Follet porque era sábado por la tarde y no tocaba estudiar. El ascensor era amplio, típico ascensor de hotel para unas seis personas aproximadamente, donde sólo cabía ella con sus bultos, que le terminaron por obstruir la salida al pasillo dos. A escasos metros estaba la 237. “Como la película de El Resplandor”, pensó para sus adentros, mientras soltaba todo lo que llevaba encima para sacar nuevamente el iPhone y leer el mensaje que Alejo le había mandado desde Barcelona. “Me alegra mucho bombón. Pásatelo bien y vamos hablando. Te echo de menos también linda.. mua J”. Y eso era todo, él siempre tan correcto, tan amable, tan.. argentino. Alejo tenía el encanto del que gozan todos los argentinos, pero multiplicado por diez. Había sido la perdición de ella, que lo fichó casi un año atrás desde el momento en el que le puso el ojo encima.

E L L A

   Y   

  É L 

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